De la claridad del día tienes la luz y la fuerza del Anima del mundo.
En la noche, estrellas que te dan compañía y fijeza,
cuando todo en tu vida cambia.
y los planetas, siguiendo
cada cual su propio rumbo.
La luna que te da su polarizada luz solar y su influjo magnético.
Había un viejo que solía escribir, leer, ponerse al sol al mediodía en el parque
y al caer la noche incluso los días mas helados,
se iba a misa a una iglesia que estaba al lado de su casa.
No faltaba nunca.
Mas al viejo le gustaba la simplicidad de la misa en una fría
noche de invierno, el recogimiento introvertido y contemplativo
del aire polar.
Luego iba a su casa y se preparaba una sopa de vegetales bien cargada
que comía con pan negro en la mas profunda humildad.
Humildad que emanaba como si se tratase del perfume de un jazmín
en noche de primavera.
Si alguien caía a su casa lo invitaba a comer
y todo aquel que comía a su lado sentía de forma indescriptible
la simpleza y humildad de la vida.
Y un estado de sutil felicidad.
No importa por que duro trance haya pasado cada cual,
la compañía del viejo por si misma te sumía en ese estado.
Era como esas estrellas fijas, que ves en tu desolación
nocturna, y al verlas ahí de algún modo sentir un punto
de apoyo para tu alma.
Que si leía cabala, los místicos o lo que fuera, lo hacia como
compañía de un cielo empíreo mas alto que el de las estrellas.
Un cielo interior.
El viejo te transmitía ese cielo interior
y por un momento, era como una canción de cuna cantada por tu madre de niño
en silencio, y aun así, era tu cuerpo quien sentía paz,
en una alegría humilde.
Claro, no todo el mundo soportaba mucho ese estado
por eso solo lo buscaban cuando estaban mal para sentir alivio.
Puedo jurar que cuando partía el pan y servia vino,
una ráfaga del espíritu te atravesaba
y el momento se congelaba entre una niebla sagrada.
Como un preámbulo del alba,
del cielo, de un cielo mas profundo.
Alex
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