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viernes, 14 de agosto de 2015

Paul Sedir.

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Si siempre escuchamos sólo a nuestra conciencia con la convicción de que es infalible, podremos perfeccionarnos sin sufrir. Pero tenemos la cabeza dura; nos obstinamos en creernos más sabios que Dios y las más penosas experiencias apenas bastan para convencernos de que somos los autores de nuestro tormentos. Así cada prueba es una llamada al orden y un remedio; esculpe pacientemente la estatua maravillosa que nos volveremos un día. Dios no quiere hacernos sufrir; no quiere hacernos trabajar. Sin embargo escogemos, por malicia o terquedad, el procedimiento de trabajo que provoca el sufrimiento, en lugar de realizar las mismas obras y los mismos progresos en la serenidad y la alegría. Recordemos la llamada de Jesús: “Venid a mí, los que estáis fatigados y cargados y yo os aliviaré”. Dios jamás quiere atormentarnos, Él desea solamente que nos perfeccionemos.

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Todo acto arrojado en el campo del mundo es una semilla no solamente indestructible, sino que aún se multiplica con fecundidad creciente. El mal, como el bien, se vuelven más y más fuertes a medida que pasan los siglos; es normal que la reparación de una falta se complique en proporción a su
antigüedad. Se ha querido explicar el problema del sufrimiento por la teoría del pago de faltas cometidas en existencias precedentes. Esta hipótesis indemostrable no hace más que retrasar la solución. Que no haya para el alma más que una sola encarnación sobre la tierra, o varias, o transmigraciones anteriores o posteriores en otros planetas –hipótesis que la Iglesia no ha condenado nunca– , que sufra uno sólo o en holocausto por las faltas de algunos de nuestros hermanos, que sea en reparación de nuestras faltas personales, o que la Providencia nos someta a estas pruebas para desarrollar en nosotros facultades desconocidas, que la suerte individual esté en función del destino colectivo de la raza o de la patria, no cambia el fondo del problema y, como éste consiste en hechos inaccesibles, se debe resolver sin que conozcamos nada, antes de haber llegado a la cima mística donde el mundo puede ser percibido. Las injusticias que nos preocupan pueden ser sólo aparentes; nadie debe jactarse de comprender todas las causas del hecho más simple. ¿Quién dice que los malvados a quienes todo sale bien no son felices por la virtud de algún pacto insospechado de su espíritu con los dioses de lo temporal y que éstos no vendrán más tarde a pedir cuentas?. Y la apariencia de felicidad, ¿cuántas miserias no esconde a menudo? ¿Quién dice que los buenos, tan a menudo desgraciados, no lo son para que desarrollen su paciencia, su resignación, su fe en el ideal; o que no sufren en el lugar de otro, demasiado ciego para sacar la lección de la prueba: o que no gozan del privilegio de reparar inmediatamente sus propias faltas, o de pagar sus deudas espirituales en el lapso más corto de tiempo?

Nuestro yo inmortal, antes de reconocer a Dios y Cristo, ha escogido durante mucho tiempo hacer el menor esfuerzo y se ha quedado atrás. Desde el día en el que ha visto la Luz, un deseo imperioso se eleva en él de recuperar el tiempo perdido; él sabe el precio; entrevé los gloriosos horizontes de su futuro espiritual; puede entonces que acepte, que pida un período de trabajo intensivo. El yo terrestre no sabe nada de estos dramas; y su ignorancia, que nos parece cruel, le procura al contrario los mejores resultados, porque le obliga a salir de sí mismo, a adelantarse, a evadirse a este libre mundo del Espíritu, donde reina la fe, donde toda inquietud muere, donde se respira la paz inmutable y la energía invencible.


Papus y Sedir entre otros con el Maestro Philippe de Lyon.

Se acepte o no la teoría de las existencias múltiples, se admita o no la habitabilidad de otros planetas por criaturas semejantes o diferentes a las terrestres, es necesario convenir que cada uno recibe, y en los más pequeños detalles de nuestra vida, desde todos los puntos del universo, millares y millares de influencias corporales y psíquicas de las que solamente una pequeña parte emerge a la superficie de nuestra conciencia. ¿Qué podemos percibir de este juego infinito? ¿Qué podemos prever de las posibles consecuencias de uno sólo de nuestros gestos, que la elasticidad de los imponderables medios hace rebotar a través de los espacios y que volverá fatalmente sobre nosotros, a
través de los siglos? Y el universo intelectual, el universo moral son todavía más sensibles, más impresionables que el universo material. ¿Cuánto tiempo es necesario para reparar un desorden? Todas estas complejidades ¿no hacen más difícil y más larga la reparación de un daño? ¿No simplificaremos nuestro futuro, incluso el más próximo, si vivimos con un más justo cuidado moral?

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Igual que el grano confiado al sol sufre, por la acción disolvente de los agentes físico-químicos, una descomposición profunda antes de echar raíces y tallos, de madurar y de reproducirse al céntuplo, el Yo debe ser también confiado a la Tierra, experimentar el sufrimiento, verse disociado por el fuego del dolor, el agua de las lágrimas y la nieve de las ingratitudes, para que pueda renacer transfigurado por los rayos del Astro sobrenatural. Así comprendido, el sufrimiento lleva a frutos maravillosos; ningún ascetismo, ningunas contemplaciones, ninguna voluntad audaz, ningún amplio intelectualismo procuran como él el saber verdadero, la fuerza, la maestría de sí. El paciente perfecto se conquista y conquista el mundo, más aún, él gana la amistad de Cristo y la beatitud. Los purgatorios, cuando se sufren, nos elevan tan alto como nos han precipitado abajo. No temáis nada, la Luz en nosotros es inmortal; podéis oscurecerla, adulterarla, ciertamente; matarla: jamás. Es la vida, la sangre mística del mundo, la medicina universal. Es la que une en un solo organismo todo el género humano; por la virtud de esta unidad misteriosa, cada individuo es alcanzado por el sufrimiento de todos, que se diluye en la masa y arrastra los gérmenes de la compasión, preparando la plenitud de las rosas del Amor crístico.


La ciencia secreta de la materia, es la alquimia; la ciencia de la fuerza, es la magia; la del hombre es la psicurgia; la de las esencias no-terrestres, es la teurgia de los anciamos. Estos cuatro grados del Conocimiento han existido siempre, hoy todavía se enseñan en ciertos centros de China, de la India, de Persia, de Arabia y del África norte. Hace falta quererlos y conquistarlos, no se dan; se indica la ruta y el candidato avanza con sus riesgos y peligros y según sus fuerzas ¡Cuántas anécdotas podría contaros sobre este tema! Historias tristes de existencias rotas, perdidas en una manía cualquiera, por ser atacadas por guardianes demasiado fuertes. Leed “Zanoni” de Bulwer Lytton y sobre todo el magnífico “Axël” del genial Villiers de l´Isle-Adam; veréis exactamente como los detentores de la ciencia secreta son poco piadosos con los fracasos de los candidatos. Por el contrario, el Cristo dice: “No romped la rama herida; no apaguéis la luz del carbón que todavía arde”. Los hombres aunque sean sabios no poseen longanimidad, porque se sienten siempre esclavos del Tiempo. Incluso adeptos admirables, cuyos nombres poco conocidos se rodean de un prestigio sobrehumano, que con constancia heroica y abnegación profunda saben persistir durante varias existencias en las mismas búsquedas, cuya ambición personal está muerta y cuyo ser, a fuerza de voluntad, no es más que la encarnación de un principio metafísico, estos dioses, en fin, conocen el temor del fracaso.
Pero el padre, Su Ángel, el Hijo y su Gloria mutua, el Espíritu, poseen la calma paciente de la omnipotencia y la eternidad.

Las criaturas no pueden enseñar más que del exterior al interior; hace falta que el instructor impresione uno de los sentidos del discípulo; un adepto o un genio nos enseña hablando al doble, el cuerpo astral o al cuerpo mental; es siempre por una envoltura del yo por donde el iniciador humano esperará este
yo. Sólo el Padre y los que Él escoge pueden hablar directamente al yo. Así la iniciación crística es esencial, una, interna, suprema, por eso no puede conquistarse, sino solamente recibirse.

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Quien ha podido descender a las criptas del Dekkan, leer el I-Ching, hablar con los dignatarios de Benarés o los iluminados de Roma, Medina o Fez, ha visto que todos los signos, todos los esquemas y todos los caracteres dicen lo mismo, que el gabinete de reflexión masónica, la Imitación de Cristo, las reglas de las
órdenes contemplativas promulgan un mismo precepto. Y este axioma fundamental, único, universal, se llama: caridad, humildad, oración. Pero cuando lo desciframos en francés, sánscrito, hebreo, parvi o en algunos de los miles de idiomas iniciáticos, se piensa: si, conozco esto, y pasamos a la página siguiente. Estas tres palabras precisamente contienen todos los secretos, todos
los socorros, todas las ciencias ¡Ahí están! Sin ellas, no se llega a nada en la gran obra psíquica, más que a la enfermedad, la locura o la muerte.
El gran defecto de las iniciaciones humanas es que estas tres palabras iluminadoras están sepultadas bajo un montón de ritos, prácticas, arcanos y recetas. Están desfiguradas por el culto a toda clase de dioses; han sido invertidas, incluso, criminalmente, de manera que ciertas escuelas, y no de las menos sabias, ni de las menos poderosas, las hacen servir para la exaltación del
orgullo espiritual. Esta es una de las razones por las que el Cristo denuncia tan obstinadamente todos los fariseísmos.
El arquetipo de estos tres vocablos es la Luz que Jesús viene a hacer brillar.
Es contra ella que, desde hace dos mil años, se unen todas las fuerzas del dinero, de la materia, del egoísmo y de la inteligencia deificada. Los césares que mataron tantos cristianos hicieron mucho menos mal que estos dignatarios de los esoterismos orientales que, en el siglo II, hicieron en Alejandría un pacto
secreto. Allí fueron tomadas las medidas oportunas para captar las fuerzas populares salidas de la palabra de un oscuro galileo; allí fueron recogidas las leyendas, compuestos los episodios, falseados los datos de la vida de Jesús, bajo el molde del simbolismo hermético, con el fin de obtener un tipo nuevo de adepto, conforme al modelo milenario de los hierofantes.

Se podría creer que acuso a los iniciados de falsos, pero no es así. Eran hombres sinceros, que cegaba el orgullo; no comprendieron nada de Cristo, pero sus descendientes hoy no comprenden tampoco. Todo lo que, en la historia de Jesús, no entraba en el marco de su filosofía, creyeron que eran simplemente habladurías y lo rechazaron. Comprendo su estado de ánimo. Un iniciado no avanza, o no cree avanzar, más que por su propia energía. En realidad recibe ayuda, pero está persuadido de que sólo necesita su fuerza, su confianza en él mismo es su mejor baza en esta partida formidable que entabla contra el Destino. Él necesita para este avance un objetivo preciso; sin él sus esfuerzos huyen y se desvanecen. Pero lo que no ve es esto: por el hecho de fijarse un objetivo, limita su ascensión, circunscribe su acción, rodea de una muralla sus perspectivas interiores. Su dominio es más o menos extenso, sigue su poder instintivo, anímico, intelectual o volitivo, pero este dominio está cerrado. Y todo el libre infinito que se extiende ante él es como si no existiese.
Por el contrario, Cristo dice: “No eres nada, no puedes nada por tí mismo, pero lo puedes todo si dejas que Dios viva en tí. Tus esfuerzos más heroicos
sólo valen como signos de tu buena voluntad, atraen la gracia, hacen posible el descenso del Espíritu, mas sin estos esfuerzos el Espíritu también podría venir a tu casa: lo puede todo, pero Su presencia te reduciría a cenizas. Es necesario que hagas los mismos trabajos que tus hermanos, que el campesino, el obrero, el ciudadadano, el sabio, pero con el convencimiento profundo de que permanezcas a pesar de todo como un servidor inútil. Entonces, vendré a tí según la voluntad de mi Padre...”

Paul Sedir.


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